BENJAMÍN BOJÓRQUEZ OLEACOLUMNA: SOBRE EL CAMINO Como debe ser un político… Un verdadero político es, en nuestra opinión, digno de confianza, leal y fiel, pero es también necesariamente astuto. ¡Ah caray! (podría decir alguien, “pero, si le atribuimos al político también la astucia y admitimos que debe ser astuto ¿no tendríamos acaso que admitir al mismo tiempo que un verdadero político es más bien desleal, traidor y mentiroso?”) En efecto, la astucia puede acompañarse de deslealtad, traición y engaño. Y si decimos que todo político es necesariamente astuto, y que un astuto puede ser desleal, traidor y mentiroso, alguien podría creer que el político, por tanto, tiene que ser por necesidad también así, como es un hombre astuto. Pues bien, sostenemos que un político verdadero es, precisamente, leal, digno de confianza y auténtico, aunque no por ello deja de ser astuto. ¿No hay en todo ello una contradicción? Pues ¿cómo se explica que un político sea astuto y al mismo tiempo sea digno de confianza, fiel y verdadero? Esta aparente contradicción se resuelve mediante un principio de lógica formal. Por ejemplo, todo ser humano es un ser vivo, pero no todo ser vivo es un ser humano. En efecto, hay seres que, sin ser humanos, son seres vivos, como las plantas y el resto de los animales. Así, la prudencia es la excelencia propia de un político; de modo que todo político auténtico posee la prudencia. Y la prudencia no existe sin astucia, pero eso no significa que todo astuto sea prudente. La prudencia incluye siempre a la astucia, pero no al revés. Puede darse, en efecto, la astucia aun sin la prudencia y puede un astuto ejercer la facultad de la astucia, sin poseer necesariamente la prudencia. De modo que no siempre que hay astucia hay prudencia, pero siempre que hay prudencia hay astucia. Es astuto el que se propone algo y está dispuesto a alcanzarlo por cualquier vía, sin importar de cuáles medios se ha de servir, sean excelentes o sean vergonzosos. Por ejemplo, el que se propone alcanzar el poder o la riqueza o la fama y lo alcanza, mediante el artificio del robo, el fraude o el engaño, ese tal es astuto; es prudente, en cambio, el que se propone el fin correcto y lo alcanza por los medios asimismo correctos. Por ejemplo, mediante los mecanismos de la justicia, la verdad y la lealtad. Hay, por tanto, dos clases de astucia: una, la que se acompaña de prudencia, otra, la que se da sin ella. La primera es la llamada política; la última es simplemente astucia. La que se acompaña de prudencia consiste en el uso correcto de la astucia, la otra consiste en el uso incorrecto de esta última. Supongamos que la astucia es un ojo que puede usarse para bien o para mal; supongamos que la astucia una potente arma de dos filos que adquirimos al momento mismo en que nacemos, y que la prudencia es un saber práctico y una capacidad que aprendemos mediante la experiencia y la inteligencia, y que gracias a ella hacemos un uso correcto de dicha arma, para bien de nosotros mismos y de los demás; arma que puede también usarse incorrectamente, para hacerse daño a sí mismo o a los demás, si no se ha adquirido ese saber práctico. Si esto es así, podemos decir que casi todos los seres humanos estamos ya desde el nacimiento en posesión de dicha arma y que unos desarrollan después la capacidad para usarla correctamente, mientras que otros no la desarrollan o la desarrollan mal. Pero, ¿cómo se adquiere ese saber práctico llamado phrónesis o prudentia, si no se genera, como la astucia, desde el nacimiento mismo? La prudencia es una excelencia adquirida con el tiempo, a partir primero de las buenas costumbres en la infancia, luego a través de la memoria, la experiencia y, finalmente, mediante acciones excelentes; la astucia, en cambio, es una capacidad congénita que, como un ojo interno del alma, es usada allí dentro por nosotros desde el nacimiento mismo, y puede ser usada o correcta o incorrectamente. Por lo tanto, de la prudencia participan pocos, pues su adquisición requiere de cierto arte; de la astucia, en cambio, participan casi todos los seres humanos, por el hecho mismo de ser humanos y de estar dotados por nacimiento del lenguaje y la palabra hablada. Ahora bien, tanto la una como la otra tienen que ver con la búsqueda y la obtención de los medios más adecuados para alcanzar un fin. Pero también aquí puede verse cómo un astuto no es necesariamente prudente y cómo todo prudente es necesariamente astuto. Ambos, en efecto, buscan y encuentran los medios para conseguir su propio fin. GOTITAS DE AGUA: En este aspecto ambos se parecen: en que pueden conseguir lo que se proponen. Pero el prudente se propone el mejor fin, tanto para sí mismo como para los demás. El otro, en cambio, se propone lo que le parece el mejor fin, sin serlo. Por ejemplo, un secuestrador, un asaltante, un estafador, un charlatán o el que se propone ejercer cualquier clase de poder con vistas a su provecho personal en detrimento de los demás, ese es astuto, pero no prudente. ¿Pues cómo podría llamarse prudente a quien elige dañar a los demás y, al mismo tiempo, dañarse a sí mismo y a los suyos? Un prudente, por su parte, alcanza también lo que se propone y en ello radica su astucia y agudeza de juicio; pero, a diferencia de un simple astuto, nunca haría algo que pusiera en entredicho, ni ante sí mismo ni ante los demás, su lealtad, fiabilidad y autenticidad, ni estaría en peligro por sus acciones de ser acusado con justicia de actos violatorios de la ley. En suma, la prudencia es la mejor disposición interna que puede alcanzar el ser humano (y el político en tanto que ser humano) para arreglárselas en cada situación externa de la vida pública y de la vida individual, y es prudente aquel que sabe con bastante precisión, tanto en cada circunstancia particular como en general, qué es lo que conviene tanto a él como a los demás, y el que actúa simultáneamente conforme a ese saber práctico. Es cuánto. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos Mañana”… Navegación de entradas Notas del Estado de Sinaloa Columna