Sergio Sarmiento

No sorprende que el panel de controversia sobre la prohibición mexicana del maíz genéticamente modificado para consumo humano haya favorecido a Estados Unidos. “Las medidas de México no se basan en la ciencia y socavan al mercado que México acordó proporcionar en el Tratado”, advirtió la representante comercial estadounidense Katherine Tai.

Los transgénicos han sido los productos más estudiados en la historia. No sólo se ha confirmado científicamente su inocuidad, sino que han sido consumidos durante décadas por cientos de millones en el mundo sin indicios de daños a la salud. Aun así, el expresidente López Obrador, amante de los otros datos, afirmó en múltiples ocasiones que había que prohibirlos por razones de salud. “Estamos buscando la forma de que ellos entiendan que una cosa es lo mercantil y otra cosa es la salud. Y que si se tiene que decidir entre la salud y el mercantilismo, nosotros optamos por la salud”, dijo el 29 de noviembre de 2022.

El secretario de Agricultura de Estados Unidos, Tom Vilsak, declaró en contraste este 20 de diciembre: “El enfoque de México hacia la biotecnología no estaba basado en principios científicos o estándares internacionales. Las medidas de México eran contrarias a décadas de evidencia que demuestran la seguridad de la biotecnología agrícola fundamentada en sistemas de revisión regulatoria basadas en la ciencia y en la evaluación de riesgos”.

Uno puede entender la ignorancia de López Obrador, pero Claudia Sheinbaum es una científica que debería entender la evaluación de los riesgos de los productos para consumo humano. El problema es que no se ha atrevido a tomar ninguna medida contraria a los dogmas de su predecesor.

La historia tiene muchos ejemplos de cómo los regímenes autoritarios han tratado de hacer una ciencia que responda a las órdenes del Estado. La Alemania nacionalsocialista patrocinó estudios que buscaban demostrar que ciertas “razas” eran inferiores. El agrónomo soviético Trofim Lysenko impulsó teorías y prácticas sin sustento científico, pero que tenían la aprobación de Stalin, con lo que generó un rezago importante en la agricultura soviética.

Lo mismo ha ocurrido en México. El máximo líder nacional decretó que el maíz transgénico daña la salud y prohibió su importación para consumo humano, pero nunca se le ocurrió revisar la literatura científica ni entendió que el ganado, las aves de corral y los humanos hemos consumido productos genéticamente modificados durante décadas sin efectos negativos, en lo que sería la mayor prueba de campo de la historia,

El tema se complica ahora porque la prohibición del maíz biotecnológico ya está en la Constitución. López Obrador no sólo impulsó una prohibición sin respaldo científico y violatoria del T-MEC, sino que la elevó a la Carta Magna, sembrando las semillas para una disputa con Estados Unidos que podría llevar a sanciones importantes o a la salida de México del tratado comercial, nuestra gran esperanza para generar crecimiento económico y prosperidad.

Afortunadamente, la presidenta Sheinbaum se ha echado para atrás. Pudo haber insistido en mantener la proscripción, pero este 21 de diciembre declaró que “vamos a darle la vuelta a esta resolución” prohibiendo “sembrar maíz transgénico”. Esta prohibición ya existe. Elevarla ahora a la Constitución sería un simple gesto político. Dañará a los agricultores mexicanos, pero no a las importaciones. Por lo contrario, asegurará que los agricultores estadounidenses no tengan competencia en nuestro país. Quizás ese haya sido el plan desde un principio.

Tiro en un pie

El secretario Ebrard dijo que si Trump establece aranceles a los productos mexicanos se estará dando un “tiro en un pie”. Lo podría decir ahora sobre los aranceles mexicanos de 35 por ciento a las prendas y 15 por ciento a los textiles chinos. Nos estamos dando un tiro en el pie. El costo lo pagarán los consumidores.

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Por elpiripituchi

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