Eduardo Ruiz-Healy
Chiapas, ayer, es un recordatorio de la creciente violencia en México. No es un hecho aislado, sino parte de un problema mayor: la incapacidad del Estado para garantizar la seguridad de sus ciudadanos, especialmente de quienes defienden los derechos humanos y la justicia.
Pérez no sólo era un sacerdote; se había convertido en un símbolo de resistencia y lucha por los derechos de los pueblos indígenas. Denunciaba abiertamente el crimen organizado, la explotación de recursos naturales y la violencia que afecta a la región, muchas veces con la complicidad de autoridades federales, estatales y municipales. Su asesinato, a manos de dos hombres en motocicleta después de oficiar una misa, es una tragedia que priva a Chiapas de una voz clave en la lucha por la paz.
¿Qué deben hacer los gobiernos de Chiapas y el federal? En primer lugar, una investigación rápida y exhaustiva. Este crimen no debería quedar impune, pero todo permite suponer que, como ocurre entre el 90 y 95% de los homicidios en el país, no será resuelto. El asesinato de un líder como el Marcelo Pérez envía el mensaje de que nadie está a salvo, ni siquiera quienes tienen medidas de protección, como las que él recibía de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Sin embargo, una investigación no basta. El verdadero problema es la penetración del crimen organizado, que controla el narcotráfico, la trata de personas y los recursos de amplias regiones chiapanecas. El gobierno debe actuar como hasta ahora no lo ha hecho: con firmeza para desmantelar a estos grupos, mediante una estrategia coordinada que combine inteligencia, operaciones policiales y el compromiso de las autoridades para no ceder ante la corrupción.
Es urgente también reforzar las medidas de protección para los defensores de derechos humanos. El caso de Pérez deja claro que las protecciones actuales son insuficientes. Desde 2017, la ONU ha documentado más de 134 asesinatos de defensores de derechos humanos en nuestro país, y este año se han registrado al menos siete. No es posible que quienes alzan la voz por los más vulnerables sigan siendo blanco de los criminales.
Además de Guardia Nacional, soldados y policías que se requieren para combatir de inmediato a los criminales, se tienen que resolver las causas estructurales de la violencia, como la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades que desde hace siglos han caracterizado a Chiapas y otros lugares de México. El gobierno debe invertir mucho dinero para promover el desarrollo en las comunidades más afectadas, especialmente entre los pueblos indígenas.
Por último, los gobernantes deben dialogar constantemente con las comunidades locales. Imponer soluciones sin entender las realidades locales perpetúa la desconfianza.
La muerte del sacerdote Marcelo Pérez es una advertencia. La violencia en Chiapas ha alcanzado niveles intolerables, y si el gobierno no actúa con firmeza, seguirán ocurriendo tragedias. Es necesario desmantelar los grupos criminales, proteger a los defensores de derechos humanos y fortalecer el Estado de Derecho. Si no se ofrecen alternativas reales, el país seguirá sumido en un ciclo de violencia e impunidad.
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OCT 21 2024