Sergio Sarmiento
En su campaña contra el poder judicial, el presidente ha acusado a los jueces de proteger “a quienes participaron en la desaparición de los jóvenes”, los normalistas de Ayotzinapa. “Lo que hay es un interés político del poder judicial. ¿Y qué buscan? Dos cosas: una, desprestigio al Ejército. Y lo segundo, hacerme quedar mal”.
No es nuevo que López Obrador considere cualquier decisión contraria a sus deseos como un intento por hacerlo quedar mal. Su ego no tiene límites. Pero no han sido los jueces los que han tratado de proteger a los asesinos de los normalistas. Primero fueron los abogados del movimiento Ayotzinapa, que rechazaron la afirmación del padre Alejandro Solalinde de que a los estudiantes “los llevaron a un lugar donde los hicieron caminar. Los colocaron, fueron poniendo leños, madera, tablas. Luego les echaron diésel y los quemaron”. Dijeron que Solalinde mentía y lo expulsaron de Ayotzinapa por “falto de tacto y protagónico”. El propio Solalinde explicó: “Ellos me dijeron que tenían voceros y no es mi intención suplir a nadie”.
Pero Solalinde tenía razón. La investigación de la PGR llegó a su misma conclusión. Los normalistas fueron asesinados y quemados. Los abogados, que insistían en que los estudiantes estaban “desaparecidos”, quizá ocultos en algún cuartel, recurrieron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que mandó a un grupo de activistas políticos camuflados en el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Su propósito era impulsar la conclusión de que el Estado había ordenado la desaparición de los normalistas.
La PGR encontró elementos para cerrar una “verdad histórica”, una hipótesis para presentar en tribunales, y detuvo a decenas de participantes en la matanza, muchos de los cuales confesaron. Los abogados y el GIEI, sin embargo, hicieron todo lo posible por desacreditarla. Crucial fue el argumento de que los acusados habían confesado bajo tortura.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos, cuando era autónoma, publicó una investigación el 28 de noviembre de 2018 que mostró errores de la PGR, pero confirmó que los estudiantes habían sido secuestrados por policías municipales, asesinados y algunos quemados en el basurero municipal de Cocula. También apuntó que algunos acusados habían sido torturados, no todos, pero había suficientes pruebas adicionales para responsabilizarlos. Pidió que 114 restos óseos encontrados en Cocula se enviaran a Innsbruck, Austria, para realizarles pruebas genéticas y determinar si pertenecían a los normalistas.
El GIEI y los abogados trabajaron para desacreditar la investigación. Impulsaron a los acusados a pedir la libertad por su supuesta tortura. López Obrador nombró fiscal especial al secretario ejecutivo del GIEI, Omar Gómez Trejo, pero este no realizó nuevos protocolos de Estambul para definir quiénes habían sido torturados ni presentó pruebas supervenientes para ratificar la responsabilidad de los acusados. Cuando los acusados fueron liberados, los reclutó como testigos colaboradores. Tampoco mandó los restos óseos a Innsbruck. No le interesaba conocer la verdad.
Mientras los asesinos están hoy en libertad, el exprocurador Jesús Murillo Karam y un grupo de militares señalados por los acusados convertidos en testigos protegidos están siendo procesados. AMLO dice que se ha hecho cargo de la investigación, sin ser policía ni abogado, pero exhibe su ignorancia. Dice que la juez otorgó libertad condicional a los militares para golpear al Ejército, cuando la Sedena se ha esforzado por demostrar su inocencia. Sostiene que él es la víctima de este engrudo, pero lo ha fabricado él mismo. La incapacidad y la mala fe se han combinado para destruir un caso que ya estaba probado.
Rosario
La historia debe quedar clara. Rosario Ibarra llegó a la CNDH con votos robados y sin cumplir con la condición de no haber sido militante de un partido político. Ya como titular, su función ha sido simplemente la de despojar a la comisión de su autonomía.
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