En el Panteón de los Grandes Hombres de Estado
Por Dr. José Antonio Quintero Contreras

La reciente partida de José “Pepe” Mujica, ex presidente de Uruguay, marca el cierre de una era en la política latinoamericana y mundial. Mujica no fue simplemente un presidente, fue un símbolo viviente de la coherencia ética, la renuncia al poder ostentoso y la política al servicio del bien común. Su figura, marcada por una inquebrantable austeridad y un discurso profundamente humanista, merece ser colocada en el mismo plano que la de otros gigantes morales y políticos del siglo XX y XXI: Nelson Mandela, Mahatma Gandhi y Shimon Peres.

El guerrillero que eligió la paz

La biografía de Mujica no es la de un político tradicional. Exmiembro del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, fue encarcelado durante casi 15 años en condiciones inhumanas, incluyendo largos períodos de aislamiento. Pero, como Mandela en Sudáfrica, Mujica salió de la cárcel sin sed de venganza, sino con una renovada vocación de reconciliación. Esta transformación del militante radical al estadista republicano refleja un proceso de maduración ética que lo eleva por encima de las divisiones ideológicas.

Al igual que Gandhi, Mujica entendió que el poder no reside en la imposición, sino en la capacidad de inspirar. Rechazó los privilegios del cargo: donó cerca del 90% de su salario presidencial, vivió en su modesta chacra en las afueras de Montevideo y condujo un viejo Volkswagen escarabajo. Esto no era populismo: era coherencia entre el decir y el hacer, una rareza en tiempos donde la política global se tiñe de cinismo.

Un estadista con alma campesina

Durante su presidencia (2010–2015), Mujica impulsó una agenda progresista sin estridencias: legalizó el matrimonio igualitario, la marihuana y promovió políticas sociales centradas en la inclusión. Lo hizo sin sectarismo, dialogando con sectores conservadores y siempre apelando a la conciencia más que a la imposición. Como Shimon Peres, Mujica creía que la verdadera política es un ejercicio de futuro: una pedagogía del porvenir.

Su estilo de oratoria era campechano, pero profundamente filosófico. En foros internacionales como la ONU o Río+20, Mujica pronunció discursos que trascendieron lo coyuntural para convertirse en alegatos por una humanidad más sensata y menos consumista. Allí, sin trajes de lujo ni grandes aparatos retóricos, encarnó una voz moral que desafiaba a los poderosos del mundo desde la dignidad de lo sencillo.

Analogías necesarias

Nelson Mandela, tras décadas en prisión, entendió que el perdón es más poderoso que la revancha. Mujica, tras años de tortura, eligió el camino democrático, llamando a superar el odio sin negar la memoria. Gandhi, con su vida ascética y su búsqueda de la verdad (satyagraha), mostró que el liderazgo no necesita tronos sino causas. Mujica, con su mate en mano y su lenguaje popular, encarnó esa misma ética del servicio. Shimon Peres, visionario del diálogo y la tecnología como motores de paz, compartía con Mujica la convicción de que la política no es solo gestión, sino una forma de imaginar un mundo mejor.

Un legado que nos interpela

José Mujica no fue perfecto, y él mismo se encargó de recordarlo. Pero en tiempos de liderazgos grandilocuentes y autoritarios, su figura brilla como una rara excepción. Su legado no está en obras faraónicas ni en tratados académicos, sino en la honestidad como método, la humildad como bandera y la esperanza como motor.

Hoy, con su partida, Uruguay pierde a uno de sus hijos más nobles, y el mundo pierde una brújula ética. Pero su ejemplo persiste como una llama que ilumina a quienes creen que la política, lejos de ser un oficio de intereses, puede ser un acto de amor al prójimo.

Mujica ya camina, sin lujos ni estridencias, junto a los grandes hombres de Estado. Y como ellos, seguirá hablando —no con la voz de los poderosos— sino con el eco de los justos.

Instagram: @TonyQuinteroC

Por elpiripituchi

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