Por: EL ECONOMISTA
Eduardo Ruiz-Healy
El decreto de reforma al Artículo 19 de la Constitución que amplía los delitos sujetos a prisión preventiva oficiosa, expedido por la presidenta Claudia Sheinbaum el 31 de diciembre pasado, representa un giro preocupante en el de por sí deficiente sistema de justicia penal. A partir del 1 de enero, 24 delitos están sujetos a esta medida, pero no todos justifican el encarcelamiento sin juicio previo. Esto plantea serias dudas sobre su efectividad y pone en riesgo derechos fundamentales como la presunción de inocencia. En cuatro palabras: más presos, menos justicia.
De estos 24 delitos, 17 afectan directamente a la sociedad o a la integridad física de las personas. Siete de ellos son claros atentados contra la vida o la integridad personal: abuso sexual contra menores, homicidio doloso, feminicidio, violación, secuestro, trata de personas y delitos violentos con armas o explosivos. Otros 10 impactan el tejido social, como delincuencia organizada, extorsión, robo a casa habitación, uso electoral de programas sociales, robo al transporte de carga, delitos relacionados con hidrocarburos, desaparición forzada o delitos en materia de armas de uso exclusivo del Ejército.
Sin embargo, los otros siete delitos —como enriquecimiento ilícito, ejercicio abusivo de funciones, contrabando, actividades relacionadas con falsos comprobantes fiscales o manejo de precursores químicos— no representan una amenaza inmediata ni directa a la seguridad pública o la integridad física. Su inclusión responde más a un enfoque punitivo que a una lógica de prevención efectiva del delito. Aquí radica uno de los principales problemas: equiparar delitos graves con administrativos o económicos diluye los recursos y la atención que deberían destinarse a combatir verdaderos flagelos como el feminicidio o la delincuencia organizada.
Además, esta reforma reduce la autonomía judicial al obligar a los jueces a dictar prisión preventiva sin analizar si es realmente necesaria. Esto no solo debilita el principio de proporcionalidad, sino que también agrava la saturación del sistema penitenciario, donde actualmente casi 90,000 personas, equivalentes al 37% de los presos, no tienen sentencia. En lugar de enfocarse en resolver estos problemas estructurales, se opta por un enfoque reactivo que promete mano dura sin atacar las raíces de la violencia y el crimen.
No hay evidencia clara de que la prisión preventiva oficiosa sirva para reducir la delincuencia. Al contrario, puede usarse de manera arbitraria, afectando principalmente a sectores vulnerables y aumentando la percepción de un sistema de justicia más punitivo que justo. Por si fuera poco, las condiciones inhumanas en las cárceles se verán aún más exacerbadas, con consecuencias graves para los derechos humanos.
El trasfondo de esta reforma parece responder más a intereses políticos que a un diagnóstico realista de seguridad. En lugar de priorizar medidas cautelares alternativas para delitos menores, se refuerza una estrategia que, lejos de fortalecer el Estado de derecho, perpetúa desigualdades y abusos. Es necesario replantear el enfoque: garantizar procesos justos y efectivos no está reñido con proteger a la sociedad. Solo así podremos aspirar a un sistema de justicia que, algún día, realmente sirva a todos.
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ENE 6 2025